Desde mi profesión permanentemente debo encontrarme con el dolor humano. Madres que lloran la pérdida de sus hijos; esposas desgarradas por el puñal de una traición; corazones rotos por el desamor y la dependencia; hijos abandonados que cuestionan el porqué de su existencia; y en fin, un sin número de flagelos que aporrean nuestra humanidad con tanta frecuencia, que nos llevan en momentos a pensar que Dios se ha quedado dormido.
“Dígame doctora, dónde estaba Dios cuando mataron a mi padre” “Qué es lo que Él espera de mí para probarme de esta manera” “Por qué justamente nos tenía que pasar a nosotros” “Qué es lo que estoy pagando” “Hasta cuándo durará este dolor”. Tantas quejas como corazones heridos. Tanto dolor que brota de la incertidumbre, del no saber, del no poder entender, del no lograr aceptar. No es nada fácil ser el receptáculo del dolor humano, aún más, cuando tú también en momentos te has preguntado lo mismo.
Estos planteamientos se han convertido incluso en títulos de best-sellers literarios ¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena? “Cuando lo que Dios hace no tiene sentido” “Señor, ahoga mi dolor” y otros cuantos más que podría seguir citando.Y no es de extrañar que al leer estos sugerentes títulos sintamos una extraña identificación con el contenido que en ellos subyace. Quién en algún momento de su vida no ha llegado, mental o audiblemente, a musitar el tan desgarrado ¿Por qué? La adversidad nos lleva, casi de manera automática a tratar de encontrar respuestas; a buscar entender aquello que se sale de nuestro entendimiento; a esperar comprender unas causas, unas razones, creyendo quizá que esto aliviará nuestra tristeza y frustración.
Y es allí donde nuestra fe se quiebra. Donde producto de la ausencia de respuestas, nos cuestionamos la existencia de nuestro Creador o simplemente decidimos pelearnos con Él, porque no es justo lo que nos está pasando. ¿Por qué no respondiste si tantas veces te clamé? ¿Por qué no escuchaste mi oración y mis incontables peticiones? Y de nuevo, sólo el silencio parece respondernos. ¿A caso, se ha quedado dormido?
Algo similar les sucedió hace varios miles de años a un grupo de pescadores, que azotados por el embravecido lago de Galilea no se explicaban cómo era posible, que ante tamaña tormenta, su tripulante más importante pudiese estar atrás, en la popa, ¡durmiendo! ¿A quién se le ocurre dormir en medio de una tormenta? Los rayos tronaban, el agua golpeaba con fuerza la barca, los relámpagos despedían sus enceguecedoras luces y a este personaje ilustre, que respondía al nombre de Jesús ¿le da por dormir? Sí Jesús, el de los milagros, el de los panes y los peces, el de Lázaro, el de las señales. Ese que tenía el poder para levantar a los muertos de sus tumbas, ahora, en vez de estar ayudando con el problema le da por dormir. Esos pescadores, que hoy conocemos como apóstoles, no se quedaron con esta, y tal cual lo dice la Palabra lo confrontaron “¡Maestro! ¿No te importa que nos estamos hundiendo?”. ¿Te suena similar la pregunta? ¿A caso no te importa? ¿Es que no te das cuenta? ¿Por qué lo permites? ¿Cómo se te ocurre dormir mientras nosotros perecemos, mientras nuestros problemas nos ahogan y nuestro dolor nos destruye? ¿Cómo duermes mientras la humanidad llora? ¿Cómo duermes mientras mi corazón se desgarra?
Parece ser que la fe de estos hombres, dos mil años atrás, no distaba tanto de la nuestra. Esta fe que se nos quiebra ante la adversidad, esta fe que depende de las respuestas y no de la Providencia. Lo que los discípulos habían olvidado, era lo que minutos antes le había escuchado a Él decir: ¡Vamos a pasar al otro lado!
Hoy me doy cuenta que el problema de nuestra fe, es que la tenemos puesta en Su Mano y no en Su Corazón. Estamos esperando una respuesta, un milagro, una sanación, y cuando éstas no llegan, nos frustramos preguntándonos ¿Por qué Dios no me escucha? ¿Por qué permite que me pase esto? ¿Por qué no sana mi cuerpo o el de mi familiar? ¿Por qué no me saca de esta precariedad económica? ¿Por qué no me da un mejor trabajo? ¿Por qué permitió que muriese mi ser querido o que ocurriese ese accidente? Pero realmente el problema no está en Él, está en nosotros que estamos dependiendo de Su Mano y no de Su Corazón. Cuando nuestra fe está puesta en Su Corazón, podremos confiar en que todo lo que nos sucede, Él lo está encaminando para nuestro bien. Cuando nuestra fe está puesta en Su Corazón, aprenderemos a descansar en que lo que Él elige es perfecto. Cuando nuestra fe está puesta en Su Corazón, aprenderemos que Dios no se equivoca, y si le hemos confiado a Él nuestro camino, lo que estamos viviendo hoy está siendo guiado por Su Providencia, recordaremos que nos prometió pasar al otro lado y si Él lo dijo, Él lo cumple. Por esto, como dice uno de mis escritores predilectos, Max Lucado “Cuando no puedas ver Su Mano, confía en Su Corazón».
Es válido que en medio de tu frustración te dirijas a Aquel que parece dormir mientras tú lloras, y que en tu angustia le hagas todas tus preguntas. Quién más que Él para escuchar tus palabras y enjugar tus lágrimas. Pero igualmente es válido que le mires levantarse y después de acallar los truenos y aquietar las aguas, le escuches decir ¿Por qué estás asustado? ¿No te dije que cruzaríamos al otro lado?
Pareciera que Él duerme, pero créeme, Él sigue estando al control, y mientras le tengas en tu barca puedes descansar, todo estará bien y con el tiempo podrás entenderlo. Tu tarea es aprender a confiar en Su Corazón y ¿por qué no? acurrúcate bajo su regazo y duerman juntos, mientras la tormenta pasa. ¿Dónde podrías estar más seguro?