Acabo de pasar recientemente por una cirugía laparoscópica para intervenir una no muy querida enfermedad de mi sistema reproductor. Esta experiencia aparte de enseñarme múltiples cosas acerca de la fe, del sistema de salud colombiano, de los ricos calditos de mi príncipe, de los lenguajes del amor de mi padre, de lo importante de una buena cama, de que tengo la mejor suegra  y lo verraquita que es mi mamá; me permitió también meditar mucho respecto a mi especialidad, las heridas del corazón. Y esto es lo que quiero hoy compartirte.  

De que las heridas sanan, sanan. Todo empieza como diría nuestro fallecido Nobel, con las crónicas de una muerte anunciada. Sabes que tienes una enfermedad, que por causa de ésta deben intervenirte, que te anestesiarán y tendrás 10 días de incapacidad; pero una cosa es que te lo digan otra cosa es tener tu cuerpecito totalmente desnudo, en una friolenta sala de quirófano y escuchar a tu costeño anestesiólogo (con ajá y todo) hacer broma respecto a lo que pasará en los próximos minutos, donde bajo tu estado de inconsciencia te revolcarán todo tu interior, literalmente hablando.  Y de repente pufffff…. ya no sientes nada, no sientes ni siquiera que no sientes nada.

Estás técnicamente anestesiada… sólo hasta el momento en que las voces de las enfermeras, los lamentos de tus convalecientes camaradas de sala de recuperación y los sonidos de los aparatos médicos, se funden con ese dolor profundo, intenso e inhabilitante, que te grita en silencio que estás de nuevo en la realidad, pero ya no como antes, algo ha cambiado en tu cuerpo y ese mismo dolor, más el adormecimiento propio de la anestesia, ni siquiera te permite terminar de reconocerlo. Cuando ya tienes experiencia en esto, sabes que no queda nada más que callar, estar en quietud y esperar que el tiempo y los analgésicos hagan su efecto.  De lo contrario prologarás más el dolor, el propio y el de los demás que tendrán que escuchar tus quejas y lamentaciones.

Después viene la recuperación, los cuidados, el reposo, el deseo de comer un plato suculento y saber que no puedes hacerlo; el desazón de querer seguir con la normalidad de tu vida y no tener las fuerzas para lograrlo; la impotencia de tener que ser ayudado en las tareas más pudorosas e íntimas de la cotidianidad; y esa extraña contemplación del valor de un ombligo sano… ¡nadie sabe para qué sirve el ombligo, hasta que le hacen una laparoscopia! con razón aquello de ser el ombligo del mundo.

Pero de repente cada nuevo amanecer llega con alivios de esperanza, pequeños logros que son valorados de maneras inimaginables. Cosas tan sencillas como poder caminar así sea por 10 minutos, bañarte solita, leer un libro, ver un poco de televisión, hablar sin que tu espalda se reviente, en fin, estás en proceso de recuperación. Sólo bastarán unos días más para que tu día a día regrese sin complicaciones y puedas recuperar tu funcionalidad, eso sí, con los cuidados requeridos para no estar de nuevo en cama como lo estoy en este momento, tras una apasionada conferencia en la noche anterior. Todo con calma, todo en su momento.

Ahora bien, lo mismo que sucede con el cuerpo, sucede con el alma.

Sabes muy bien que estás en una relación que te está enfermando. Que de no ser intervenido por la razón, sufrirás severas consecuencias que podrían incluso acabar con tu vida y tu felicidad. Sabes que debes hacerlo e incluso lo que seguirá. Pero otra cosa es cuando te sientes desnudo ante el frío de la soledad, escuchando a todos dar sus opiniones de lo que pasa y de lo que vendrá. Sintiendo en ti mismo el sin sabor del adiós, del miedo, de la soledad… hasta que, casi como una defensa, tu mente se anestesia, se niega a sentir, se niega a responder. Has entrado en un limbo imaginario llamado negación. Esto no me está pasando a mí, es sólo un  tiempo, es sólo una pelea más. Pero de repente, la negación te despide y te entrega a la aceptación, y con ésta a la realidad del más crudo dolor. Algo ha cambiado y tu corazón no volverá a ser el mismo. Sientes el dolor de las múltiples incisiones que han sido operadas en él. La herida de haberte quedado queriendo solo; la herida de la dignidad que permitiste pisotear; la herida del que mendiga amor y se conforma con migajas. Te duele el alma, te duele la fe, te dueles tu mism@ por ingenuo, por crédulo, por soñador. Y es allí donde tienes que echar mano de la experiencia, la propia o la ajena, para recordar que lo único que puedes hacer es esperar, esperar en silencio, esperar en quietud. Esto pasará. Pasará como ha pasado en otras oportunidades. O ¿acaso no recuerdas ese amor de adolescencia que te partió el corazón? o ¿ese sólido noviazgo en el que diste lo mejor de ti y también llegó a su fin? Y aquí estás. Llorando de nuevo por un amor que ya no está. Esto quiere decir que no morirás, que será incómodo sí, pero no morirás. Que derramarás muchas lágrimas sí, pero éstas secarán. Tú sólo quédate quieto y espera…. esto también pasará.

No será fácil tu recuperación. Ahora más que nunca necesitas ayuda, necesitas cuidados. Deja que tu familia y amigos te rodeen y acompañen. Así sea sólo para estar ahí, porque no vas a poder ni hablar, ni reír, a veces, ni siquiera comer. Pero rodéate de aquellos que harán que el dolor sea más llevadero.

El tiempo será tu mejor aliado y un día, casi sin darte cuenta, ya podrás caminar solo, recuperarás tu sonrisa y te pondrás a cuenta con las carcajadas acumuladas. Regresarás a tu día a día, volverás a ser funcional y créeme, porque sé muy bien de lo que te hablo, volverás a amar, ahora con más fuerza e intensidad que antes, porque tu corazón ha sido purificado por el dolor, por el aprendizaje de la pérdida, por cada lágrima que tus ojos hoy derraman.

Todo tiene un propósito y ésta no será la excepción.

Así que ánimo, sé que no es fácil lo que estás viviendo pero esto es temporal, las heridas sanan, el dolor forma y hasta un ombligo «laparoescopiado» te puede enseñar el para qué de una experiencia.

Ps. Elízabeth Guerra Gómez

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