No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. Cada día tiene bastante con sus propios problemas. Mt 6,34

Eran las 2:30 p.m y tenía que estar en aquella cita a las 3:00 p.m. Como si pudiera leer mi afán, mi pequeño de 21 meses se empeñaba en hacer todo más lento de lo normal (o eso me decía erróneamente mi interpretación). No cesaba de pedirme «nutritivo», como suele llamar a mis pechos, y tiraba con fuerza de mi blusa para lograr su cometido. Le explicaba con la poca paciencia que me quedaba, que ahora no podía hacerlo, que a mi regreso estaríamos el resto del día juntos, pero que mamá en este preciso instante debía salir. Me sujetó con fuerza y logró reventar mi collar de ochocientos mil pepitas (realmente no sé cuántas eran, pero así las percibí en ese momento de profunda frustración). No sé qué fue más ensordecedor, si el ruido de la caída de estas diminutas piedras de fantasía que se esparcían por el piso, o el grito ahogado que emergía desde mis entrañas y que amenazaba con proyectarse hacia mi hijo en ese momento de sentida desesperación.

Sí, mi hijo, ese que no pidió venir al mundo, sino al que yo invité a compartir mi existencia; ese que no entiende de relojes, calendarios o compromisos; para quien el tiempo con su madre es su mayor y más preciado tesoro, y que lo único que estaba pidiendo era eso: tiempo, atención, presencia, madre.

Mi hijo, el mismo que hoy representa al tuyo y a tantos y tantos niños que diariamente son gritados, amenazados y hasta golpeados, por no ajustarse a este estrepitoso ritmo de vida en el que vivimos los adultos.

Por suerte, o mejor aún, por consciencia, pude detenerme justo en ese momento, y simplemente regalarme a mí misma ese tiempo fuera, mientras le pedía ayuda a alguien más y torpemente lograba salir.
Sí, llegué tarde a mi cita, y nada pasó, más allá de un momento incómodo. Y con ansias procuré mi regreso, para poder abrazarlo a él, a mi gran maestro, y mientras le prodigaba su «nutritivo», pedirle perdón por todas las veces en las que han sido mis afanes, nuestros mayores obstáculos de conexión.

El problema no son ellos y sus ritmos… somos nosotros y nuestras prisas. ¡Revisemos las prioridades!


                             Extracto del libro Desiertos del Alma disponible en formato digital

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